Empujada por la angustia de quedarme vistiendo santos por el resto de mí existencia acudí a una bruja llanera para realizar un amarre vudú. Llegué al lugar acordado el día acordado con los materiales acordados. Repetí a todo pulmón los rezos que se me pedía, ultrajé el primer mandamiento de nuestro señor Jesucristo y di a cambio 90 mil pesos y una alta dosis de dignidad. Díez días después sigo esperando el milagrito, cada vez con menos fe.
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Cuando ni Tinder ni el mismísimo San Antonio logran resolver los líos del corazón, se hace necesario recurrir al último eslabón de la cadena de la desesperación, la magia. Blanca, negra, amazónica o astral, todas las variedades de esta práctica, tan antigua como la humanidad misma, proponen una cura a nuestros males a través de la gracia de seres y presencias sobrenaturales. Hoy solo necesito el favor de beatos y estrellas para deshacerme de mi eterno tormento: el desamor, por lo que me dispongo a someterme a un amarre.
Buscando dar con el propio para acabar con mi estado #ForeverAlone, hice un sinnúmero de llamadas a chamanes, brujos y espiritistas que aparecían en los clasificados. En todos los casos contestaban ellos directamente y me garantizaban, con un sermón pre elaborado en el que se evocaban santos y demonios, que su magia si podría traer el amor verdadero a mi puerta. Así todo sonaba perfecto, hasta que les preguntaba por el costo de sus servicios, a lo que ellos respondían con cifras exorbitantes que iban de los tres a los nueve millones de pesos. En vista de que ciertamente el amor cuesta caro, estuve a punto de desistir en mi búsqueda, hasta que Aurita, la señora que sirve en mi casa, me comentó que ella conocía una mujer muy famosa y efectiva que realizaba este tipo de trabajos en su barrio, ubicado en la localidad Rafael Uribe Uribe del sur de Bogotá. Me dio su número, la llamé, me dijo que cobraba desde noventa mil pesos en adelante y concretamos una cita para el día siguiente en su oficina, a la que ella se refería como “El Templo”.
Hoy es el día acordado. Quedé con la bruja de llegar al lugar a las 10:00 de la mañana, por lo que salgo de mi casa junto con Aurita una hora y media antes. Mientras vamos en el carro, mi acompañante, quien es fiel creyente de los rezos de esta señora, me da una serie de tips para evitarme maleficios a raíz de la visita. Me dice que por ningún motivo le diga “bruja” en su presencia (como he hecho todo el tiempo desde que me enteré de ella), que más bien la llame “Hermana” o Luz Marina. También me recomienda ingresar al templo con alguna joya de plata puesta para evitar que se me peguen espíritus. No tengo nada de este metal a la mano, por lo que tendré que arriesgarme. Por último, me cuenta que su sobrina se había realizado varios de estos trabajos para recuperar al novio, quien después de dejarla embarazada y tratar de hacerla abortar a golpes, desapareció y nadie lo volvió a ver hasta cuando el niño ya tenía dos años y la joven había gastado casi trece salarios en estos... amarres. Para Aurita, el caso de la sobrina es un claro testimonio de fe, para mí sólo una prueba de lo tontas que podemos a llegar a ser las mujeres.
Después de casi dos horas de viaje, llegamos al lugar. Divagamos varios minutos por el sector en busca de un parqueadero que nunca encontramos, por lo que dejamos el carro frente al templo, exponiéndome ya no solamente a tener que regresar con un tercero indeseado. Desde afuera, el santuario de Doña Luz Marina no se ve tan imponente y místico como ella lo pintaba por teléfono: es una casa igual a las vecinas, de dos pisos y una azotea, fachada de estuco color verde oliva y puerta y ventanas enrejadas en blanco. Aurita timbra a la puerta y casi de inmediato se asoma una señora para hacernos pasar. Al verla, mi acompañante se le abalanza encima mientras declama un “Hermana, ¿cómo me le ha ido?”, con lo que entiendo que esta es la famosa bruja que vengo buscando. No tiene capa ni sombrero puntiagudo, tan solo viste una camisa de licra aguamarina que matiza su figura rolliza y enmarca sus colosales pechos decorados con tatuajes de rosas. Una vez logro dominar la gravedad que adhiere mis ojos al busto, subo la mirada para encontrarme con su cara. Allí arriba las cosas no son menos estrafalarias que abajo. Las cejas están grabadas fina e intensamente con tinta negra en la tez, y enmarcan un par de ojos almendrados rodeados de una gama entera de sombras de colores aperlados, que aunque tratan, no siguen un patrón determinado. Tiene un piercing a modo de lunar al lado derecho de la boca y, contrario a lo que me esperaba, su nariz es linda y no tiene verrugas peludas. Aparenta tener unos treinta y cinco años mal llevados, es de muy corta estatura, piel morena y cabello negro y enmarañado, agarrado tensamente en una cola.
La vidente nos da la bienvenida, sin percatarse que un chocante olor a incienso de canela, procedente de su hogar, ya se le había adelantado desde hacía varios metros. Luego, sin mayor preámbulo, nos guía hacia una pequeño cuarto en el segundo piso del lugar. La casa en su interior es tan promedio como la fachada. Las paredes cambian de color en cada espacio, siempre enfiladas hacia tonos ácidos y brillantes. Los pisos son en cerámica blanca con estampados arabescos color crema. La sala consta de una mesa de vidrio cubierta de revistas maltrechas; tiene un sofá de cuero marrón rojizo desgastado y sillas rojas de plástico. Subo las escaleras. En el segundo piso sólo hay cuartos, pero todas las puertas de imitación de pino nudo están cerradas, por lo que no puedo ver qué hay en el interior. Caminamos hacia una de las habitaciones y, ya en la entrada, la señora Luz Marina se voltea y me pide el pago por adelantado. Le doy el dinero:
- No te vas a arrepentir - me dice. Entonces procedemos a ingresar al santuario. Aurita, por su parte, opta por no tentar a las ánimas y decide quedarse afuera vigilando el auto.
Se abre la puerta y el olor a incienso se hace insoportable. Retrocedo un poco para respirar antes de ingresar al inframundo. Mientras cruzo el umbral, me percato de lo caótico y saturado del interior. No hay más luz que la que irradian unas cuantas velas blancas distribuidas al azar a lo largo del recinto, camino despacio mientras mis ojos se adaptan a la penumbra. Una vez comienzo a distinguir formas logro detallar el eclecticismo del reducido lugar, dada la presencia de estatuas de vírgenes y deidades indias, crucifijos, pirámides de distintos tamaños, una figura de Buda, calaveras y demonios que conviven y unen fuerzas para abatir el mal de amores. En tanto yo me deleito con el panorama, la Hermana adecúa una mesa cuadrada de patas endebles frente a mí, junto con dos butacas de madera, una en faz de la otra. Me pide que me siente en la que le da la espalda a la puerta. Procede a buscar en su estante, atiborrado de menjurjes vertidos en botellas de vidrio oscuro, una caja de leño vieja y la trae a la mesa. Mientras se sienta la va abriendo y extrae de ella dos muñecos vudú de trapo gris, una cinta de seda escarlata, algunas agujas de cabeza de distintos colores, una vela roja y otra azul, un cirio blanco pequeño y una madeja de hilo.
- ¿Trajo lo que le pedí? - pregunta. Abro mi cartera y pongo sobre la mesa dos fotos tamaño carnet, una de un ex novio nunca superado y la otra mía. Ella las toma y con el hilo las ata a la cabeza de los muñecos. Empezamos el amarre.
Luz Marina comienza prendiendo el cirio y espera a que se derrita hasta la mitad. Entretanto me pregunta por el joven de la foto y mi relación con él. Mientras respondo, toca a la puerta una niña de unos siete años pidiéndole plata a la vidente para pagar las dos pechugas y la libra de papa que habían pedido a la tienda.
- Le presento a mi hija Lizeth - dice la Hermana. -. Tengo ocho pelaitos - añade con orgullo. A diferencia de la anécdota de la sobrina de Aurita, estos ocho descendientes de cinco padres distintos (según me entero después por boca de mi acompañante) sí son prueba inminente de la efectividad de los amarres de esta mujer. Le da el dinero a la pequeña y luego, al ver que el cirio ya casi está donde lo necesita, retoma la actividad. Inmediatamente, toma las velas roja y azul y las sumerge en un frasco de miel que permanece en una repisa vecina. Acerca las velas al cirio y espera a que se prendan, y luego a que salga un poco de cera de ambas para poder pegarlas verticalmente a la mesa. Me pide entonces que agarre el muñeco con la foto de mi víctima y le inserte una aguja en la cabeza. Repito después de ella:
- "Así como te clavo este alfiler en la cabeza, tú (el nombre de mi amado) no podrás dejar de pensar en mí, Andrea” - Luego, me facilita otras dos agujas de cabeza roja y me indica que se las clave al muñeco en el corazón diciendo “Que así como clavo este alfiler en tu corazón, tú (nombre de mi amado) no podrás dejar de amarme tanto o más de lo que te amo yo, Andrea, a ti”. Finalmente, me pasa un último alfiler de cabeza azul y me dice que se lo clave en “el bulto”, refiriéndose al pene, mientras exclamo: “Que así como te clavo este alfiler en tu sexo, tú (nombre de mi amado) estarás desesperado por tenerme a mí, Andrea. Te sentirás atraído por mi sexo y sólo conmigo, Andrea, sentirás el placer eterno”.
Cuando hube terminado estos rezos, la Hermana toma el muñeco y esparce la cera del cirio derretido sobre su abdomen. Después coloca el muñeco con mi rostro encima y comienza a enredarlos en la cinta de seda roja, dejando una tercera parte del listón libre para que al final yo realice tres nudos mientras pienso en lo mucho que amé a mi ex y en lo felices que vamos a ser después de este amarre. Así concluye la visita.
- Confiando en la gracia de la santa muerte y con la ayuda de todas las ánimas, usted va a tener un primer acercamiento al muchacho en cuatro diítas, si mucho - dice -. Eso sí - puntualiza -, póngale mucha fe al trabajito porque o sino si esta fregada - Mientras pronuncia estas palabras, saca de un cajón una bolsa de plástico doblada en triangulo, la despliega agitándola contra el viento y mete dentro el par de muñecos amarrados. -. Esto es suyo, lléveselo. Póngalo debajo de su cama y cada que pueda dígale a él al oído que lo ama, que lo extraña y que lo quiere de vuelta. Ya el trabajo está hecho, pero si usted quiere mejores resultados, hágalo y va a ver que lo va a tener en la mano - Me entrega el suvenir, salgo a encontrarme con Aurita y regresamos a casa.
Han pasado casi dos semanas desde que visité a la Hermana y aún no tengo rastro del acercamiento prometido. La esperanza se ha ido desvaneciendo poco a poco y ya casi sale el olor a incienso de mi ropa. Ese mismo día dispuse los muñecos según instrucciones. Sin embargo, una vergüenza inentendible me impidió susurrarles al oído las bobadas de doña Luz Marina. Creo en el destino, en el horóscopo dominical de El Tiempo y en el ángel de la guarda. Creo en los amuletos de la suerte, en los finales felices al estilo Cenicienta y (un poco) en Dios. Creía en el amarre de la bruja y en la convicción con que me aseguraba que mi amado volvería a mí. Anhelaba que su magia fuera más que un fraude y lograra traerme de vuelta a esa persona con la que fui tan feliz. La concebía a ella, a su templo y a su ritual pagano, como la última esperanza para recuperar a ese alguien que ya se ha ido. No puedo negar que, paralela a esta misiticidad absurda, siempre se movió en mí una razón exacerbada que desacreditaba y se mostraba escéptica frente a las acciones disparatadas de la Hermana. En este caso, fue esta segunda dimensión de mi dualidad la que acertó y le abrió los ojos a mi alter ego. Ahora sólo espero no tener que extender esta conclusión sobre todos mis dogmas.